sábado, 28 de abril de 2012

MAMÁ JUANA


MAMA JUANA
(Cuento)

                                                                      A los caídos en el combate de Camarón
el 30 de Abril de 1863, de cualquier bando

Mamá Juana lloró nuevamente, no podía quitar de su pensamiento al joven de ojos soñadores que dos días antes había muerto en sus brazos. Recién había regresado del camposanto donde había depositado flores en la tumba, al fin que quedaba solo a una cuadra de su casa.

Si, el teniente Maudet fue sepultado junto al templo de San Antonio, su cuerpo debilitado por las intensas campañas realizadas en Marruecos y Argel habían minado lentamente su salud y su resistencia, como miembro de la Legión Extranjera solicitó al ejército francés su traslado a México cuando se enteró que  soldados franceses había ocupado a este país y casi a su llegada tuvo que entrar en combate, Temascal había sido el punto del encuentro y en una lucha de casi un día las guerrillas americanas casi exterminaron a los legionarios franceses.

Mamá Juana decidió que su sable y sus insignias fuesen depositadas en el cajón que le sirvió de ataúd, y sentada en la cama donde expiró, reflexionaba sobre las causas que llevaron a este valeroso hombre a enrolarse en el cuerpo mas aguerrido del ejército francés. ¿Sería acaso una decepción amorosa? ¿Algún lejano amor extrañaría quizá a este soldado y aún no sabía que había dejado de existir?

Aquel 30 de Abril fue tremendo para doña Juana Marrero, la enorme casa le resultaba insuficiente para sus ires y venires, pues pronto habían llegado noticias que los mexicanos habían trabado combate contra los franceses y es que entre los guerrilleros mexicanos participaban dos hermanos de doña Juana: Don Francisco y don Manuel. Los pasillos, los patios, los corredores la vieron pasar una y otra vez con el rosario en las manos y enjugándose de vez en vez una furtiva lágrima; sus visitas al templo también fueron innumerables, por fin, en el peso de la madrugada se oyeron cascos de caballos que llegaban presurosos y voces de hombres que casi gritaban:        ¡ Ganamos!, ¡Vencimos!, ¡Les dimos en la madre a los franceses!

La noche del desvelo fue eterna, pero desde buena hora doña Juana ya disponía a la servidumbre para los quehaceres acostumbrados, respiró aliviada cuando escuchó llegar a sus hermanos, sucios, maltrechos, uno de ellos cojeaba visiblemente pero gracias a Dios, vivos, se disponía a ordenar el desayuno cuando abruptamente le interrumpieron:

-Traemos prisioneros y heridos. ¿Podríamos recibir a uno de ellos aquí?

La desvencijada carreta penetró por el zaguán de una calle secundaria, sobre un montón de zacate privilegio venía el exánime cuerpo de un hombre joven, de uniforme, pálido como pan de cera, sangrado prácticamente de todo el cuerpo, parecía muerto, a tal grado que doña Juana al verlo se santiguó.

Había dispuesto una habitación al fondo del gran patio y casi sin quejarse, como un gran guiñapo, el cuerpo del joven teniente fue acomodado en la cama.

A partir de aquel día doña Juana se convirtió en enfermera de aquel extranjero, lavó y curó sus heridas con solicitud, cuando recuperó el sentido se preocupó por alimentarle y no le importó la ola de murmuraciones que se abatieron en torno a ella y a su casa por darle cobijo y resguardo a un invasor, para ella era un ser humano en desgracia y vulnerable, prisionero, si, pero ahora indefenso e inválido. Privó en ella su alta formación religiosa y recordó que había que darle de comer al hambriento y de socorrer al menesteroso y recordó también que algunas familias de Orizaba y Córdoba habían aceptado a soldados franceses después de la batalla del 5 de mayo del año anterior.

Parecía que sus cuidados restablecían la salud de aquel extraño, una soleada mañana pidió papel y lápiz y pergeñó algunos signos en la blancura de la hoja, pidió a doña Juana que le regalase una foto, la guardó en el sobre, lo cerró y pidió que fuera enviada a su país a la primera oportunidad.

La mañana del 8 de mayo fue espléndida, ya desde el amanecer se anunciaba el sol y el calor, mañana luminosa, sin embargo, sobre la casa de doña Juana se cernía la tragedia, el teniente Maudet, víctima de tremenda fiebre transpiraba, se quejaba y se movía con inquietud, no atendía a los llamados ni por su nombre ni por su Patria, se fue agravando de tal modo que al medio día se podía decir que agonizaba, solo antes de expirar, en un extraño momento de lucidez abrió los ojos y sonrió a su protectora.

Doña Juana recordaba todo esto y volvía a llorar, nunca supo que días después en algún lugar del territorio francés otra mujer rompía con nerviosismo un sobre llegado de ultramar, por fin llegaban noticias del hijo amado, con las primeras letras corrieron también las primeras lágrimas, y conforme leía le parecía oír la voz de su hijo sorda y lejanamente:

Las ultimas letras decían como presagiando su  final:

“... No te preocupes madre, si muero en esta hermosa tierra mexicana, dejé una madre en Francia pero encontré otra aquí, en México...”

La mujer cerró los ojos y oprimió la carta contra su pecho, la intuición materna le anunciaba ya la muerte del soldado; levantó la cara al cielo y murmurando silenciosamente alcanzó a decir:

-Dios te bendiga, hijo...Donde quiera que estés...

                                                           Lic. Miguel Ángel Flores Rodríguez.

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