MAMA JUANA
(Cuento)
A los caídos en el combate de Camarón
el 30 de Abril de 1863, de cualquier bando
Mamá
Juana lloró nuevamente, no podía quitar de su pensamiento al joven de ojos soñadores
que dos días antes había muerto en sus brazos. Recién había regresado del
camposanto donde había depositado flores en la tumba, al fin que quedaba solo a
una cuadra de su casa.
Si, el
teniente Maudet fue sepultado junto al templo de San Antonio, su cuerpo
debilitado por las intensas campañas realizadas en Marruecos y Argel habían
minado lentamente su salud y su resistencia, como miembro de la Legión Extranjera
solicitó al ejército francés su traslado a México cuando se enteró que soldados franceses había ocupado a este país
y casi a su llegada tuvo que entrar en combate, Temascal había sido el punto
del encuentro y en una lucha de casi un día las guerrillas americanas casi
exterminaron a los legionarios franceses.
Mamá Juana
decidió que su sable y sus insignias fuesen depositadas en el cajón que le
sirvió de ataúd, y sentada en la cama donde expiró, reflexionaba sobre las
causas que llevaron a este valeroso hombre a enrolarse en el cuerpo mas
aguerrido del ejército francés. ¿Sería acaso una decepción amorosa? ¿Algún
lejano amor extrañaría quizá a este soldado y aún no sabía que había dejado de
existir?
Aquel 30 de
Abril fue tremendo para doña Juana Marrero, la enorme casa le resultaba
insuficiente para sus ires y venires, pues pronto habían llegado noticias que
los mexicanos habían trabado combate contra los franceses y es que entre los
guerrilleros mexicanos participaban dos hermanos de doña Juana: Don Francisco y
don Manuel. Los pasillos, los patios, los corredores la vieron pasar una y otra
vez con el rosario en las manos y enjugándose de vez en vez una furtiva
lágrima; sus visitas al templo también fueron innumerables, por fin, en el peso
de la madrugada se oyeron cascos de caballos que llegaban presurosos y voces de
hombres que casi gritaban: ¡ Ganamos!, ¡Vencimos!, ¡Les dimos en la
madre a los franceses!
La noche del
desvelo fue eterna, pero desde buena hora doña Juana ya disponía a la
servidumbre para los quehaceres acostumbrados, respiró aliviada cuando escuchó
llegar a sus hermanos, sucios, maltrechos, uno de ellos cojeaba visiblemente
pero gracias a Dios, vivos, se disponía a ordenar el desayuno cuando
abruptamente le interrumpieron:
-Traemos
prisioneros y heridos. ¿Podríamos recibir a uno de ellos aquí?
La
desvencijada carreta penetró por el zaguán de una calle secundaria, sobre un
montón de zacate privilegio venía el exánime cuerpo de un hombre joven, de
uniforme, pálido como pan de cera, sangrado prácticamente de todo el cuerpo,
parecía muerto, a tal grado que doña Juana al verlo se santiguó.
Había
dispuesto una habitación al fondo del gran patio y casi sin quejarse, como un
gran guiñapo, el cuerpo del joven teniente fue acomodado en la cama.
A partir de
aquel día doña Juana se convirtió en enfermera de aquel extranjero, lavó y curó
sus heridas con solicitud, cuando recuperó el sentido se preocupó por
alimentarle y no le importó la ola de murmuraciones que se abatieron en torno a
ella y a su casa por darle cobijo y resguardo a un invasor, para ella era un
ser humano en desgracia y vulnerable, prisionero, si, pero ahora indefenso e
inválido. Privó en ella su alta formación religiosa y recordó que había que
darle de comer al hambriento y de socorrer al menesteroso y recordó también que
algunas familias de Orizaba y Córdoba habían aceptado a soldados franceses
después de la batalla del 5 de mayo del año anterior.
Parecía
que sus cuidados restablecían la salud de aquel extraño, una soleada mañana
pidió papel y lápiz y pergeñó algunos signos en la blancura de la hoja, pidió a
doña Juana que le regalase una foto, la guardó en el sobre, lo cerró y pidió
que fuera enviada a su país a la primera oportunidad.
La mañana
del 8 de mayo fue espléndida, ya desde el amanecer se anunciaba el sol y el
calor, mañana luminosa, sin embargo, sobre la casa de doña Juana se cernía la
tragedia, el teniente Maudet, víctima de tremenda fiebre transpiraba, se
quejaba y se movía con inquietud, no atendía a los llamados ni por su nombre ni
por su Patria, se fue agravando de tal modo que al medio día se podía decir que
agonizaba, solo antes de expirar, en un extraño momento de lucidez abrió los
ojos y sonrió a su protectora.
Doña Juana
recordaba todo esto y volvía a llorar, nunca supo que días después en algún
lugar del territorio francés otra mujer rompía con nerviosismo un sobre llegado
de ultramar, por fin llegaban noticias del hijo amado, con las primeras letras
corrieron también las primeras lágrimas, y conforme leía le parecía oír la voz
de su hijo sorda y lejanamente:
Las ultimas
letras decían como presagiando su final:
“... No te
preocupes madre, si muero en esta hermosa tierra mexicana, dejé una madre en
Francia pero encontré otra aquí, en México...”
La
mujer cerró los ojos y oprimió la carta contra su pecho, la intuición materna
le anunciaba ya la muerte del soldado; levantó la cara al cielo y murmurando
silenciosamente alcanzó a decir:
-Dios te
bendiga, hijo...Donde quiera que estés...
Lic.
Miguel Ángel Flores Rodríguez.
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